La logística moderna se sostiene sobre un recurso que, aunque invisible en las operaciones diarias, es tan crítico como el combustible, la infraestructura portuaria o la capacidad de transporte: los semiconductores.
Estos diminutos dispositivos electrónicos permiten que funcione la telemetría de una flota, los sensores de un almacén, los robots de picking, los sistemas de navegación, los servidores que procesan millones de órdenes y hasta los modelos de Inteligencia Artificial que optimizan rutas o proyectan demanda.
La creciente automatización del sector —desde la última milla hasta los centros de distribución hiperconectados— ha multiplicado la demanda global de chips.
Sin embargo, su cadena de suministro es una de las más complejas y especializadas del mundo: requiere inversiones multimillonarias, procesos de nanofabricación que involucran miles de pasos y una coordinación internacional extremadamente delicada.
A esto se suma un desafío mayor: la producción de los chips más avanzados está concentrada en muy pocos territorios, lo que convierte a esta industria en un punto de vulnerabilidad para todas las operaciones logísticas que dependen de ella.
En los últimos años, la interrupción en la disponibilidad de semiconductores ha paralizado líneas de ensamblaje, retrasado entregas, afectado la disponibilidad de vehículos, encarecido equipos y evidenciado que la resiliencia del supply chain global está directamente ligada a la estabilidad de esta industria.
Entender cómo funciona, por qué es tan frágil y qué la hace tan estratégica se ha vuelto un tema clave para cualquier empresa que opera en logística.

La cadena invisible que sostiene a la logística: la mirada del experto
Ese fue precisamente el eje de la conferencia impartida por el doctor Rodolfo Castelló, director de Vinculación y Desarrollo de la Escuela de Ingeniería y Ciencias del Tecnológico de Monterrey.
Su exposición ofreció una radiografía completa —técnica, económica y geopolítica— de cómo se fabrica un semiconductor y por qué este proceso, a pesar de ser desconocido para muchos, determina la competitividad logística global.
Castelló comenzó describiendo algo que pocas personas fuera del sector tecnológico conocen a detalle: la fabricación de un chip inicia con un material tan común como la arena de silicio.
Tras una purificación extrema, esa arena se convierte en cuarzo, luego en un cristal, después en un lingote y finalmente en una oblea que sirve de base para miles de millones de transistores.

Sobre ese disco, mediante luz ultravioleta extrema, se “graban” patrones microscópicos que dan forma a los circuitos electrónicos. Es un proceso tan preciso que trabaja en escalas de 3 nanómetros, dimensiones más pequeñas que muchos virus.
Las plantas capaces de producir a esa escala —explica— requieren inversiones de entre 40 y 50 mil millones de dólares y hasta cinco años de calibración continua antes de operar a capacidad plena. Con esa cifra sobre la mesa, el público comienza a dimensionar el tipo de infraestructura que sostiene a la economía digital.
Castelló lo resume con claridad: cada chip funcional es el resultado de miles de procesos consecutivos que deben salir bien, sin excepción. Esa es la razón por la que la cadena de semiconductores es tan difícil de ampliar, diversificar o reubicar en el corto plazo.
Una cadena global sustentada por un solo territorio
La dimensión estratégica del tema se vuelve evidente cuando Castelló aborda la geografía del semiconductor. A pesar de ser un insumo vital para todas las industrias, la producción de los chips más avanzados está concentrada de manera extrema.
Según su exposición, Taiwán fabrica el 92% de los semiconductores de mayor rendimiento y una sola empresa —TSMC— produce el 65% de los chips que utilizan servidores, robots industriales, vehículos avanzados, infraestructura de telecomunicaciones y sistemas de IA.
Esa concentración convierte la estabilidad del Estrecho de Taiwán en un asunto de seguridad económica global. Cualquier tensión política o interrupción logística tendría consecuencias directas para la industria automotriz, electrónica, manufacturera y, por supuesto, para la logística.
La pandemia dejó claro lo que significa una disrupción: cuando las armadoras pausaron pedidos y la demanda repuntó meses después, los fabricantes ya habían asignado su capacidad a otros sectores.
El resultado fueron vehículos incompletos, retrasos de producción, tiempos de entrega extendidos y una presión inusual sobre flotas, almacenes y costos operativos.
La dependencia total del supply chain del silicio
Para Castelló, la lección es evidente: cada eslabón de la logística moderna está conectado a un chip. Un camión de carga actual puede integrar más de mil semiconductores; un almacén automatizado depende de decenas de controladores electrónicos; y un sistema de IA —desde un optimizador de rutas hasta un predictor de demanda— opera exclusivamente sobre hardware avanzado de 3 nanómetros producido por un puñado de fabricantes.
Incluso los procesos más tradicionales del sector, como la operación de montacargas, los sistemas de rastreo o la medición de inventarios, requieren microcontroladores especializados.
En otras palabras: la continuidad operativa del supply chain depende del silicio tanto como del transporte físico.
El valor está en el diseño: la oportunidad para economías como México
Otro punto crucial de la conferencia es que la mayor parte del valor económico del semiconductor no está en su fabricación, sino en su diseño. Empresas como Apple, NVIDIA o Qualcomm han construido imperios diseñando chips que luego son fabricados por terceros.
Castelló señala que diseñar un procesador avanzado requiere alrededor de 300 ingenieros, tres años de trabajo y licencias de software que pueden alcanzar un millón de dólares por usuario. Aun con esa inversión, es una fracción del costo de construir una planta.
Para México —con talento robusto en ingeniería, manufactura avanzada y un ecosistema de nearshoring en crecimiento— esta es una de las áreas donde mayor valor se puede capturar.
El silicio como infraestructura crítica del comercio global
La conferencia de Castelló dejó claro que los semiconductores ya no son un componente tecnológico más: se han convertido en una infraestructura crítica para la operación del supply chain.
De ellos dependen los vehículos, los centros de distribución, los sistemas de comunicación, la ciberseguridad, la robótica, la automatización y la Inteligencia Artificial.
La cadena de chips es compleja, costosa, frágil, geopolíticamente sensible y absolutamente indispensable. Y aunque opera silenciosamente en el trasfondo de la economía global, su impacto es directo en la continuidad de las operaciones logísticas.
Entenderla —con sus riesgos, vulnerabilidades y oportunidades— ya no es opcional. Es un requisito para cualquier organización que quiera asegurar su resiliencia en un mundo donde el nuevo motor de la logística no es el diésel ni la electricidad, sino el silicio.













